jueves, 21 de febrero de 2013
domingo, 3 de febrero de 2013
ARTÍCULO FERRER GUARDIA
Fuente: El País 2009
Ferrer Guardia y
la pedagogía moderna
El anarquista catalán fue fusilado el 13 de
octubre de 1909, acusado de dirigir la revuelta popular de la Semana Trágica de
Barcelona, en la que ni siquiera participó. Fue el chivo expiatorio de la
oligarquía y la Iglesia
Francisco Ferrer Guardia nunca dirigió una revuelta
popular. Tampoco la que comenzó en Barcelona el 26 de julio de 1909, y que ha
pasado a la historia con el nombre de Semana Trágica, aunque un tribunal
militar, carente de garantías, lo condenó a muerte como "autor y jefe de
la rebelión". En realidad, quienes pusieron a Ferrer Guardia ante el
piquete de ejecución, el 13 de octubre de ese año, se estaban vengando de un
intelectual laico, de un pedagogo revolucionario que había desafiado el control
eclesiástico de la enseñanza.
El fusilamiento de Ferrer, que tuvo una
considerable repercusión internacional, abrió un debate sobre su persona y sus
méritos intelectuales. Fanático anticlerical y mediocre pedagogo para algunos;
innovador y mártir laico para otros. A cien años de distancia, aunque las
disputas no se hayan cerrado, puede hacerse ya un balance de su figura.
Obrerismo, educación y anticlericalismo fueron sus
estandartes contra el sistema oligárquico
"Su crimen es haber fundado escuelas",
sentenció el escritor Anatole France
Varias tradiciones, la anarquista, la federal, la
de sentimientos anticlericales y anticentralistas, bullían en la Cataluña
urbana de la primera década del siglo XX. Aparecieron nuevas formas de acción
colectiva, protagonizadas por un nuevo republicanismo radical de base populista
y liderado por la personalidad arrolladora de Alejandro Lerroux, que hizo votar
republicano a los obreros y ejerció de anticatalanista en el corazón de
Cataluña.
Ateneos obreros, cooperativas, periódicos y
escuelas laicas surgieron como manifestaciones de una cultura popular, dirigida
básicamente contra el clero y los oligarcas, donde ese republicanismo y el
obrerismo -anarquista o socialista- se daban la mano. Fue también en ese escenario
donde nació, en 1907, Solidaridad Obrera, por iniciativa socialista, aunque con
fuerte inspiración anarquista, precedente de la Confederación Nacional del
Trabajo (CNT) que saldría a la luz tres años después. Sin olvidar el
sentimiento antimilitarista de una parte importante de la población, espoleado,
sobre todo desde el Desastre de 1898, por el mantenimiento de un sistema de
reclutamiento injusto. Todo eso y mucho más confluyó en la Semana Trágica y
casi todos esos caminos fueron transitados de una u otra forma por Francisco
Ferrer Guardia.
Nacido en una familia campesina de Alella
(Barcelona), el 10 de enero de 1859, comenzó a interesarse por la pedagogía en
París, donde vivió exiliado, tras verse implicado en varias conspiraciones
republicanas, los últimos 15 años del siglo XIX. Las escuelas laicas, o
"ateas", como ya las llamó el obispo de Barcelona en una circular
publicada en 1881, fueron concebidas por los anarquistas como instrumentos de
emancipación proletaria y tenían ya una importante presencia en Cataluña antes
de que en 1901, Ferrer Guardia regresara de París y abriera en la capital
catalana la Escuela Moderna. A ese experimento educativo, que se extendió en
los años siguientes a varias decenas de localidades de la provincia y a otras ciudades
españolas como Valencia o Zaragoza, se le atribuyeron después, especialmente
tras el fusilamiento de su creador, todas las excelencias de la pedagogía
libertaria, una alternativa radical e innovadora al control y monopolio de la
educación por parte de la Iglesia católica, que buscaría en la razón y en la
ciencia, en palabras del propio Ferrer, los "antídotos de todo
dogma".
Educación libre, racional y laica, integral e
igualitaria. Ferrer tomó las principales tradiciones de la pedagogía moderna
iniciada por Jean-Jacques Rousseau en el siglo XVIII, dirigidas contra la
autoridad y las visiones religiosas, y las adaptó al mensaje revolucionario que
anarquistas y librepensadores difundían entonces entre los nuevos grupos
sociales nacidos con la industrialización y el crecimiento urbano. Con ese
programa, que incluía también en la práctica la coeducación de sexos ("que
la humanidad masculina y femenina se compenetre, desde la infancia"), no
resulta extraño que la Iglesia católica y las gentes de orden reaccionaran de
forma enérgica. Como ya argumentó Álvarez Junco hace años, la labor pedagógica
de Ferrer conviene valorarla en relación a la pésima situación de la enseñanza
en España en ese momento y a los obstáculos que encontraba por parte de la
Iglesia y de sus importantes grupos de presión cualquier intento renovador,
fuera radical, como el de Ferrer, o más moderado, como el de la Institución
Libre de Enseñanza. Los sectores autoritarios y eclesiásticos trataron de
frenar la influencia que esos nuevos intelectuales laicos comenzaban a tener
entre las capas populares y eligieron a Francisco Ferrer como víctima
propiciatoria de un escarmiento que muchos deseaban.
Si, al margen de las posiciones apologéticas o
denigratorias hacia su obra y figura, Ferrer Guardia ha llegado a nosotros como
uno de los principales difusores de la pedagogía moderna, y no sólo libertaria,
quizás no tenga demasiada trascendencia histórica saber si su ética personal
era coherente con lo que predicaba, aunque su muerte tampoco puede desligarse
de otras facetas que él puso en marcha como teórico de la revolución. Y aparece
así su notable fortuna, muy rara entre los revolucionarios españoles, que le
legó su discípula en París Ernestine Meunier, y que sirvió para financiar cosas
tan diferentes como la bomba que Mateo Morral arrojó contra el carruaje real el
día de la boda de Alfonso XIII y Victoria Eugenia, el 31 de mayo de 1906, la
actividad política de Lerroux o periódicos y centros obreros.
Ferrer compartía con muchos republicanos, publicistas
e intelectuales filo-anarquistas la creencia en que el obrerismo, las
cuestiones sociales, y el anticlericalismo eran los estandartes de la lucha
contra el sistema oligárquico y caciquil.
Por muy libertino, anarquista y anticlerical que
fuera, o pareciera, la condena a muerte y ejecución de Ferrer Guardia, acusado
de provocar y dirigir una revuelta en la que ni siquiera participó, fue posible
por la ausencia total de garantías que los tribunales militares y los
mecanismos de represión tenían en España en régimen de excepción.
La huelga y la insurrección de esa Semana Trágica,
que corrió en el calendario entre el lunes 26 de julio y el 2 de agosto de
1909, dejó, además del incendio de 80 edificios religiosos, un saldo de 104
paisanos muertos y ocho guardias heridos. Hubo alrededor de 2.000 detenidos, de
los cuales 600 serían condenados, 59 a cadena perpetua y 17 a muerte, aunque
sólo se ejecutó a cinco. José Miquel Baró, el único que tenía algo que ver con
la dirección de la insurrección popular, fue el primero que cayó, el 17 de
agosto, en los fosos del castillo de Montjuich. El último, el 13 de octubre,
Francisco Ferrer Guardia. "¡Viva la Escuela Moderna!", exclamó antes
de que el oficial mandara hacer fuego.
La Semana Trágica tuvo importantes consecuencias.
Antonio Maura, el presidente del Consejo de Ministros, perdió la confianza del
Rey y acabó su carrera política. La Iglesia acentuó sus posiciones
ultrarreaccionarias, mientras el Ejército se reafirmaba en su desastrosa
aventura marroquí que tanto iba a influir en la historia de España de las dos
décadas siguientes. Los socialistas y republicanos salieron del aislamiento
inaugurando una "conjunción" que llevó a Pablo Iglesias al Congreso
de los Diputados. Y los anarquistas centraron por fin sus esfuerzos en el
sindicalismo, fundando la CNT, una organización que en Cataluña se convirtió
muy pronto en la seña de identidad del movimiento obrero.
Fuera de España, se protestó de forma masiva, en
Bruselas, París o Roma, contra ese "asesinato legal", auspiciado por
"el clericalismo asesino y sus aliados militaristas", que hacía
renacer la Inquisición. "Su crimen es haber fundado escuelas",
sentenció el escritor francés Anatole France. "Escuelas libres", como
escribió Ferrer, donde los niños estudiaran "las causas que mantienen la
ignorancia popular" y conocieran "el origen de todas las prácticas
rutinarias que dan vida al actual régimen insolidario". Era pedir
demasiado en aquella España de 1909. Tampoco la República, dos décadas después,
pudo lograrlo, prueba de lo áspero que fue el conflicto en torno a la enseñanza
y a la creación de un Estado laico.
Julián Casanova es catedrático de Historia
Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
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